Finalmente, he aquí una aclaración que llega como un regalo de Navidad tardío y sin envolver.
Patrik Laine, objeto de una verdadera trampa durante el partido contra el Columbus, finalmente vuelve a entrenar con el canadiense.
Y no sólo para patinar en círculos como un extra, no. Un asistente habitual, nada menos.
Como si la tormenta mediática y las dudas en torno a su estado de salud fueran sólo una obra de teatro cuidadosamente orquestada.
El canadiense, un maestro en el arte de dejar flotar misterios innecesarios, había decidido jugar al escondite con la verdad durante las vacaciones.
Pero ahora no hay necesidad de especular. Laine está de pie, de una sola pieza, lista para continuar donde lo cortaron.
Esta revelación pone fin a varios días de suspenso fabricado. El rumor de que Laine había sufrido una grave lesión en el hombro —el mismo que fue operado— resultó ser tan sólido como una hoja de papel mojada.
¿Todo esto para qué? Proteger a Laine de un grupo rabioso de jugadores de los Blue Jackets que parecían haber convertido este juego en una misión de castigo personal.
Y ahí surge una pregunta: ¿quién tomó la decisión de sacar a Laine del juego? ¿Era la organización la que quería evitar una matanza innecesaria?
¿O el propio Laine, al darse cuenta de que era mejor vivir para luchar un día más que terminar hecho jirones en el hielo?
Independientemente de quién haya tomado la iniciativa, el mensaje es claro: el canadiense ha decidido priorizar su preciado activo en lugar de satisfacer a los amantes de las peleas y las venganzas.
Y seamos honestos, probablemente sea la decisión correcta. ¿Por qué arriesgarse a perder a Laine durante semanas o meses en un partido sin mayores consecuencias para la temporada?
Sí, a algunos les puede parecer un acto de cobardía, pero hay que ver el bosque detrás del árbol. Este tipo de precaución es lo que marca la diferencia entre una organización que piensa a largo plazo y otra que arde y espera que funcione.
Pero no seamos ingenuos: esta estrategia es también una declaración de intenciones.
El canadiense no quiere ser visto como un equipo que sacrifica su talento por principios obsoletos. ¿La réplica física?
Muy poco para ellos. Protegemos a nuestros jugadores, punto. Los Blue Jackets pueden seguir jugando a los vaqueros, pero Montreal prefiere confiar en el cerebro en lugar de en los puños.
Laine, por su parte, manejó esta situación como un profesional.
Sin quejas públicas, sin drama. Regresó al hielo, concentrado, como si nada hubiera pasado. Esta es quizás su mayor victoria.
Podría haber caído en la trampa de responder a provocaciones o hacerse la víctima. En cambio, dejó que su silencio hablara por él. Y, francamente, eso es mérito suyo.
Dicho esto, este caso plantea una pregunta interesante. ¿Hasta dónde están dispuestos a llegar los canadienses para proteger a sus jugadores estrella?
Al optar por sacar a Laine del juego, la organización demostró que no teme tomar decisiones impopulares.
¿Pero a qué costo? ¿Podría este tipo de elección crear tensión en el vestuario o enviar un mensaje equivocado a otros equipos?
Por ahora, es demasiado pronto para saberlo. Lo que es seguro es que Laine está lista para pasar página y seguir adelante. Pero ¿qué pasa con las chaquetas azules?
Su comportamiento durante este juego no sólo fue patético, sino también indicativo de una mentalidad arcaica que ya no tiene cabida en la NHL moderna. Si su objetivo era asustar a Laine, fracasaron.
Esta saga, aunque ya cerrada, será recordada como un ejemplo de cómo la canadiense gestiona su negocio.
Pragmático, reflexivo, quizás demasiado cauteloso para algunos, pero eficaz. Laine está sana, lista para seguir brillando. Y Montreal, a pesar de las críticas, ha demostrado que está dispuesta a hacer lo que sea necesario para proteger su futuro.
Entonces, a todos los que esperaban un final dramático o una revelación explosiva, lamento decepcionarlos.
La verdad a veces es mucho más sencilla: Patrik Laine no estaba destrozado, ni física ni mentalmente. Él todavía está allí, listo para escribir el resto de su historia.
Y, francamente, esa es probablemente la mejor conclusión posible.
Amén