Desde los años 40, el grifo industrial vierte en Europa sustancias químicas peligrosas que se han extendido a todos los rincones del medio ambiente. Si su nombre científico –sustancias perfluoroalquiladas (PFAS)– no resulta muy evocador, su apodo habla por sí solo: “contaminantes eternos”. Las excepcionales propiedades químicas de los PFAS –antiadherentes, repelentes al agua, resistentes a las manchas, etc.–, que los hacen tan populares entre los fabricantes, son las mismas que impiden su degradación natural. Sorprendentemente móviles y persistentes, las PFAS se acumulan en todas partes: en el agua, en la tierra, en los residuos… y también en los seres vivos.
Sin embargo, su eliminación parece ser una prioridad de salud pública. Debido a que la concentración de PFAS en el medio ambiente los convierte en un peligro para los seres vivos: cánceres, infertilidad, toxicidad para el riñón, el hígado o incluso el sistema inmunológico, la lista de enfermedades relacionadas con la exposición a las PFAS sigue creciendo. ‘acostarse.
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