Podríamos llamarlo el “efecto Trump”: el candidato, ahora presidente electo de Estados Unidos, había jurado que resolvería la guerra en Ucrania en “24 horas”, incluso antes de asumir el cargo. En cambio, estamos presenciando una repentina escalada, tanto sobre el terreno como en las amenazas, hasta que una vez más vemos la del arma definitiva: la energía nuclear.
Sin duda no es tan contradictorio, y el entusiasmo actual se debe en parte al próximo cambio de rumbo en Washington: cada uno de los protagonistas quiere reforzar su posición ante esta nueva etapa con este presidente impredecible. Pero también es una escalada que tiene su propia lógica, a riesgo de volverse peligrosamente descontrolada.
De hecho, los dos últimos anuncios han aumentado los riesgos. La de Joe Biden, que llega tras meses de vacilaciones, autorizando el lanzamiento de misiles ucranianos de largo alcance contra objetivos militares en territorio ruso; inmediatamente anunciada y ya puesta en acción- y la de Vladimir Putin, que amplía las reglas de enfrentamiento para las armas nucleares, no es la primera vez que amenaza desde su invasión de Ucrania en febrero de 2022, pero siempre tiene su efecto.
Después de casi tres años de guerra, parece que se acerca el momento de la verdad. Vladimir Putin fracasó completamente en la primera fase que pensaba resolver en unas pocas semanas; pero se reorganizó, orientó a todo su inmenso país hacia el esfuerzo bélico, recibió apoyo en armas y municiones de Irán, e incluso en hombres de Corea del Norte. También se benefició de la dificultad de los occidentales para seguirle, tanto en términos de cantidad de municiones y de sistemas antiaéreos, como también para retrasar la decisión, como vimos con Joe Biden.
Una guerra no se detiene hasta que un bando u otro crea que puede ganar. En este caso, Putin, que tiene más recursos, más carne de cañón y también más cinismo que sus adversarios, no duda en atacar las ciudades. Y cuenta con la hostilidad de la futura administración Trump y sus aliados en Europa, como el húngaro Viktor Orban, para cortar las alas a los ucranianos y obligarlos a llegar a un acuerdo que respete la ventaja que tiene hoy sobre el territorio.
Este período es decisivo para Ucrania. La resistencia ucraniana se ve puesta a prueba, en primer lugar, por los incesantes bombardeos rusos que privan a una parte de su población de electricidad y calefacción, por la erosión incesante de sus posiciones en el Este y por la tensión que supone ver flaquear su apoyo exterior.
Una parte de Europa no quiere desprenderse de Ucrania, pues considera que una victoria de Putin pondría en riesgo toda la seguridad del continente europeo. Pero los proucranianos liderados por Polonia saben que no tienen los medios para ayudar a Ucrania por sí solos. Por lo tanto, tendrán que convencer a la próxima administración Trump de que no les conviene hacer capitular a Ucrania.
Es en este contexto complejo que se produce esta repentina escalada, incluida la amenaza nuclear provocada por Putin, que no podemos ignorar pero tampoco podemos tomar realmente en serio. La única certeza es que dentro de dos meses se instalará una nueva administración en Washington y las cartas se reorganizarán; hasta entonces, la guerra conserva todos sus derechos.