ohn arresta a un escritor franco-argelino, Boualem Sansal, ganador, entre muchas otras distinciones, del Gran Premio de la francofonía y del Gran Premio de la Academia Francesa. Otro está siendo difamado, Kamel Daoud, también franco-argelino y ganador del premio Goncourt. En acción, y por decir lo menos sin matices, las autoridades argelinas. Nuestros dos autores encarnan lo que puede ser “peor” en su sociedad de origen: la libertad de pensar fuera de las categorías del pensamiento estatal. Lo peor de lo peor es cuando este Estado es dictatorial, es decir, un Estado cuasi absolutista que no admite otra visión (del pasado, del presente y del futuro) que la suya propia.
En Francia, frente a la violencia estatal ejercida sobre escritores, artistas e intelectuales argelinos y, más ampliamente, árabes, la defensa de estas conciencias universales es culpablemente débil. Sin embargo, se trata de principios intangibles, los de la libertad de conciencia y de expresión, sobre los que nunca debemos transigir. Que las opiniones de estos autores sean discutidas, incluso cuestionadas, no es nada más normal en una democracia. Pero resulta, de hecho, que no todo el mundo es digno de ser defendido cuando es difamado, perseguido o encarcelado por “delito de opinión”.
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A ambos lados del Mediterráneo, la descalificación física y/o simbólica de nuestros dos autores remite a una acusación explícita y pública en Argelia y, en Francia, a una hipocresía corriente entre ciertos moralistas de los medios de comunicación. En ambos casos, con mayor o menor vigor y antipatía, se pretende castigar la figura del traidor. Boualem Sansal y Kamel Daoud son considerados traidores.
Cualidades ontológicas
Se supone que son árabes musulmanes que siempre están del lado de los árabes y los musulmanes. Pero traicionan su identidad árabe-musulmana y su país de origen al ponerse del lado de la libertad de conciencia. No pueden, no deben, no tienen derecho a ser otra cosa que “árabes” y “Musulmanes”. Están habitados, en esencia, por estas dos cualidades ontológicas. Desviarse de esta pertenencia es estrictamente inadmisible, inaudito; es un ataque a la dignidad de una nación y de una fe. El traidor es el que ha cometido lo abyecto e irreparable: se ha unido al bando contrario. Dejó ir a “los suyos” que, como siempre, se presentan como víctimas supuestamente sometidas a incesantes ataques de fuerzas hostiles del exterior. “Extraña” a su pueblo, su nación y su religión. En definitiva, es un infiel y desleal.
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