En el teatro a veces se forman grandes lealtades. El que vincula al MC93 con Jean-René Lemoine es sin duda uno de ellos. En 2006, el autor y actor creó frente a la madreinterpretando solo en el escenario un monólogo elogiado por el público de Bobigny.
Años más tarde, Hortense Archambault, su actual directora, tiende frente a la madre al director flamenco Guy Cassiers, quien se hizo cargo del proyecto. Y es el mismo actor quien, a sus 65 años, asume su propio papel: el de un hijo que, en medio del duelo, recuerda a su madre reencontrandose con el país donde nació.
¿Por qué reactivar, dieciocho años después, este texto de 2006? Ciertamente, hay algo inmutable en este treno: la estructura eterna de una relación filial y la dimensión trágica que implica. Pero es también en la descripción de Haití, este país que Lemoine, según cuenta, abandonó de niño para vivir en el continente y luego en varias partes del mundo, donde la obra encuentra hoy su actualidad.
Haití, este país cuyo “ya nadie habla”, dice el texto, no más ayer que hoy, y en el que la violencia extrema perpetrada por las pandillas sigue sin resolverse.
El regreso reabre las heridas del pasado
El actor recuerda: un ensayo de Ricardo IIIla queja shakesperiana – “¡Oh Dios, que hiciste esta sangre, venga esta muerte! » – interrumpido por la voz de la hermana, al teléfono, que anuncia la terrible noticia: la madre, como muchas otras víctimas de la inestabilidad estructural en la isla, ha sido asesinada.
Allí tiene lugar el funeral y el regreso reabre las heridas del pasado. “Pensé que nunca volvería a ese país” confiesa, en escena, este hombre de sesenta años y cuerpo juvenil, transportado a su infancia. Los recuerdos vuelven, plagados de omisiones que se convierten en preguntas. ¿Cómo fue dejar tu país? Lemoine es expatriado por nacimiento, y el desarraigo de su madre es precisamente un desarraigo que él, que sólo tenía dos años en el avión que los llevó a la República Democrática del Congo, no experimentó.
Mediante toques concéntricos, Jean-René Lemoine se acerca progresivamente al corazón del personaje, sin terminar nunca de captarlo. Esta mujer que todavía veía era complicada; como este país que abandonó en los años sesenta para encontrarlo devastado, veinte años después.
Restos de espejo
Su fondo duro y frío se revela en una segunda capa del relato, una vez pasado el entierro; luego es el escenario del asesinato, abandonado a una imaginación insoportable, que atormenta al huérfano y reabre el monólogo, más allá del discurso ultrapersonal, en el caos de un país.
Inevitablemente, el retrato del hijo se recompone entre los restos del reflejo que sostiene su madre. Esta idea involucra toda la puesta en escena, muy plástica, de Guy Cassiers, quien luego se dedica a desplegar el rostro de su intérprete en fragmentos yuxtapuestos y capas superimpresas. El actor permanece inmóvil, pero a su alrededor la figuración –luces, proyecciones, sonidos– entra en pánico.
Los restos de espejos terminan cayendo de las perchas, proyectando sus reverberaciones abstractas en el fondo. Nace entonces un espectáculo que absorbe la mirada, una especie de agujero negro cuyo ojo sería el actor-narrador, magnífico en su hieratismo y dolor sofocado.
De gira por Amiens, Le Havre, Valenciennes, Orleans, Ris-Orangis (Essonne), Annecy, Valence.
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