Dos hermanas, Anna e Irene, en los años 80, tienen un padrastro que sale del cuadro. ¡Jacques! Anna describe un tipo que es extravagante en sus derrotas, indomable y al mismo tiempo anticuado, megalómano y autoritario, conmovedor y horroroso. Su madre “lo admiraba como admiraba a Napoleón. Le gustaba que la vida de Jacques pareciera un destino y que este matrimonio la convirtiera en una heroína”. La familia reconstituida vive durante un tiempo en Abiyán, Jacques se imagina dotado de sentido comercial, vive siempre suspendido de este gran negocio que le hará ganar la apuesta. Inevitablemente siguen la quiebra y la huida, largos silencios ante la promesa de un nuevo éxito. Luego la madre y sus hijas se instalaron en El Havre, él se quedó en África, la pareja se cruzó y se conoció durante algunas semanas. Desde lejos, Jacques sigue sembrando sus locuras, no deja de comprar: magníficos muebles antiguos, un piano de cola en una casa donde nadie toca. Apenas tenemos qué comer, no nos calentamos, pero Jacques está ardiendo y su mujer arregla como puede todo lo que destroza a su paso. Sin embargo, la sinrazón de Jacques está impulsada por buenos sentimientos, no desea otra cosa que la felicidad de su familia, y las hijas de su esposa se han convertido en suyas, esas niñas con las que había soñado. Atrapada en el círculo de alguaciles y mentiras, la madre, cansada de la guerra, piensa en el divorcio, pero Jacques es un mago, pone brillo en la vida de quienes le rodean y (…)
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