Estimado Presidente de la República Francesa,
Observo, sin resentimientos, que mi última carta de candidatura al cargo de Primer Ministro evidentemente no ha llegado a su Elíseo despacho. Es una gran pena. Acaba de perder tres preciosos meses.
Si me permito volver a pedírselo es porque la situación es grave. Es como en Gravelotte, en este hemiciclo donde todos dan la espalda. La captatio benevolentiae televisada de su lugarteniente Barnier el miércoles por la tarde no permitió evitar el desastre previsto. Y hoy, ciertamente, no es Bibi quien va a pagar la factura de esta situación, cuanto menos, ridícula.
No repetiré el hilo de mi CV, que poco ha cambiado en nueve semanas. Mi disgusto por la política política no ha envejecido ni un ápice. A pesar de todo, te digo que soy el hombre adecuado para este trabajo. El único capaz de reunir a 66 millones de fiscales y, sobre todo, a todos estos galos refractarios (vagos y cínicos incluidos) que corean su ira en las calles.
Entre nosotros, el viejo Michel hizo todo lo que pudo en Matignon. Pero si por casualidad hubiera tomado la decisión correcta de confiar en mí, se daría cuenta rápidamente de que poseo todas las cualidades que le faltaban al candidato Barnier: la pasión de la inexperiencia política, una pizca de informalidad y un vestuario que no datan de los años 90.
Entiendo que su nueva nación está pasando apuros serios en este momento. Además, me comprometo a hacer un gran esfuerzo en mis expectativas salariales, conformándome con un ingreso mínimo disparatado que me permitirá completar este maldito presupuesto.
En este punto, más vale romper las reglas y probarlo todo. Siempre estoy dispuesto a cruzar la calle para conseguir este trabajo. Dada la esperanza de vida de sus últimos Primeros Ministros, un pequeño contrato de duración determinada de unos pocos días será más que suficiente para mí…