Ese día, Dupont-Aignan reafirmó su deseo de llegar “hasta el final” y Mélenchon validó sus 500 firmas para participar en las elecciones presidenciales. Ese día, el OM se clasificó para los octavos de final de la Conferencia Europa League, el Parlamento adoptó una ley que facilita la sustitución del nombre recibido al nacer por el del otro progenitor e Isabel II, regiamente covid, canceló dos videoconferencias. Un jueves de noticias “no muy buenas” en la Tierra. Pero ese día, 24 de febrero de 2022, el mundo también descendió a la sangre y la oscuridad. Por la mañana, Vladimir Putin ordenó al ejército ruso invadir Ucrania.
“El ataque más grave a la paz en décadas”, respondió Emmanuel Macron. “La guerra a nuestras puertas”, escribimos en portada al día siguiente. “Este conflicto durará mucho tiempo”, advirtió un experto. ¿Seis meses? ¿Un año, tal vez? Más de un millón de víctimas después, muertos y heridos se suman fríamente como en un PowerPoint, la guerra acaba de superar los 1.000 días y ya no aparece en los titulares. Hace ya 1.000 días que al tirano del Kremlin no le importan las sanciones y las vidas humanas como le importa su última dacha. Y no es la última luz verde de Joe Biden, que autoriza a Kiev a utilizar misiles estadounidenses de largo alcance, lo que hará que el país fracase.
Por el contrario, Rusia está aumentando los bombardeos, destruyendo infraestructuras, matando a civiles y aumentando la amenaza nuclear. Putin está ganando terreno y tiempo. Hasta el invierno, el tercero desde que comenzó la invasión. Y sobre todo hasta el regreso a la Casa Blanca de su “amigo” Trump.
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