AL os pioneros en el debate sobre los usos de la inteligencia artificial (IA) son los traductores. No sólo porque son sensibles al lenguaje y se sienten preocupados al respecto, sino porque su profesión, especialmente para quienes traducen literatura, ha sido señalada desde hace tiempo como un horizonte inalcanzable para la automatización, mientras que el asombroso espectáculo de los resultados producidos por los algoritmos es hoy debilitando su base económica.
Algunas voces académicas se han manifestado recientemente para demostrar su optimismo sobre el futuro de las profesiones de traducción, con algunas adaptaciones a la irrupción de la IA en el sector: un llamamiento pro domo para luchar contra la anunciada deserción de la formación de académicos en traducción, en un contexto donde el futuro de la profesión preocupa a estudiantes y familias. Con la palabra clave adaptación, un imperativo categórico aquí teñido de darwinismo social.
Como profesional de la traducción que también participa en el ámbito de la formación (profesional y continua), me parece útil reexaminar los objetivos de la formación en traducción. En lugar de prepararnos, en nombre del llamado pragmatismo, para estas profesiones tal como están redefinidas y precarias por el mercado, me parece importante reafirmar:
en primer lugar, que la traducción literaria es un factor de emancipación, en la medida en que enseña a quienes la realizan a utilizar la lengua; que es un poderoso instrumento para entrenar la mente, del que pueden beneficiarse todos los estudiantes, cualquiera que sea la profesión que ejerzan;
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en segundo lugar, que este beneficio se reduce en gran medida cuando se priva a la actividad de traducción de su dimensión creativa, cuando se le asigna la tarea de controlar una norma decidida según el criterio de lo más probable;
en tercer lugar, que las estadísticas que sustentan los cálculos de los algoritmos tienden a reducir lo posible a lo probable, y que esto está en contradicción con la singularidad del lenguaje, que es una condición de todo pensamiento verdadero.
La realidad y su simulacro
Los traductores literarios manejan idiomas. Esto les confiere una importante responsabilidad social, porque la ética del uso del lenguaje no puede limitarse a corregir los sesgos sexistas y racistas de los algoritmos. En su gran mayoría, se oponen al uso de sus textos como combustible para un gran modelo lingüístico. Lejos de oponerse por principio a la innovación tecnológica, conocen sin embargo la diferencia ontológica entre una lengua y una apariencia de lengua, entre una subjetividad alimentada por la experiencia humana y una escritura, por correcta que sea, pero desprovista de toda responsabilidad. Compartir este conocimiento permite a los lectores mantener una distinción entre la realidad y su simulacro.
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