En un pueblo medieval donde se organizan bailes de K-pop todas las noches al anochecer, un caballero Jedi traicionado por su mejor amigo ve su destino trastornado por la llegada sorpresa de Donald Trump en medio de los campos. La trama que acaban de leer no tiene sentido a priori y, sin embargo, resume más o menos el relato que asistimos con los ojos bien abiertos, una mañana de domingo de noviembre, rodeados por un trío de pantallas gigantes en un Gran cuarto oscuro del Teatro Pitoëff de Ginebra.
A nuestro lado, media docena de espectadores, los más atrevidos acaban de teclear las palabras y frases que les pasan por la cabeza, en los teclados de las tabletas dispuestas para la ocasión detrás de los asientos. Al cabo de unos segundos, estos elementos acaban apareciendo con voz en off y en forma de cuadros ligeramente animados, a menudo surrealistas, en un estilo típico de las famosas “alucinaciones” de los generadores de imágenes (quién si no hubiera imaginado este oso -Superman o ¿Ese toro en el lomo relleno de rebanadas de pan de molde?). Y las historias se suceden sin parar, nutridas y reforzadas por cada nuevo impulso…
Premiada en el último festival South by Southwest (SXSW) con el Premio a la Mejor Experiencia Inmersiva, la obra La llave de oro está actualmente visible en el Centro PHI de Montreal, Canadá, hasta el 12 de enero de 2025. Por nuestra parte, es en el Festival Internacional de Cine de Ginebra (GIFF), como parte de su siempre muy rica selección inmersiva, que pudimos experimentar el pasado fin de semana del 9 de noviembre. Y de paso hacer algunas preguntas a sus dos codirectores, Matthew Niederhauser y Marc Da Costa.
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