Publicado el
14 de enero de 2025 a las 7:30 am
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Los “robots emocionales”, capaces de interactuar finamente con los humanos, exigen respuestas institucionales apropiadas, particularmente en los servicios psiquiátricos y en las residencias de ancianos.
Este artículo es una columna, escrita por un autor ajeno al periódico y cuyo punto de vista no compromete a la redacción.
Eso es todo: los robots están llegando a nuestros hogares. Mascotas electrónicas, robots domésticos, servidores android, enfermeras automatizadas e incluso modelos sexuales: la tecnología ya no sólo asiste a nuestra fuerza (herramienta), a nuestra acción (máquina) y a nuestra inteligencia (inteligencia artificial, IA), sino que realiza nuestra humanidad.
Porque el objetivo de estos “robots emocionales” ya no es la eficiencia objetiva, sino vínculo subjetivo. Capaces de reconocer emociones en los rostros e imitar el sentimiento en su comportamiento y en su habla, ya no buscan producir cosas, sino inducir sentimientos, ya no satisfacer deseos, sino crear otros nuevos, ya no para llenar una identidad, sino para profundizando en una alteridad. lo que ellos son importa más que lo que ellos fuente. ¿Realmente puedes amar a un robot?
Las dos inversiones de poder y autonomía nos permiten comprender mejor el surgimiento de este “robomanidad” (Bruno Bonnell). En primer lugar, una inversión de poder, ya que por primera vez en la historia de la tecnología ya no buscamos aumentar la eficacia de un dispositivo, sino adaptarlo a nuestra condición humana. Es decir, hacerlo imperfecto y vulnerable, en definitiva debilitarlo.
Un problema moral
Así evitamos la omnipotencia maligna de nuestras criaturas –imaginarias pero cada vez más reales–, desde el Golem bíblico hasta la matriz de las hermanas Wachowski (“Matrix”, 1999), pasando por el monstruo del “Frankenstein” de Shelley (1818). ), pero especialmente por el CARL de Kubrick (“2001, Odisea en el espacio”, 1968), emblema de una racionalidad destructiva, que, habiendo comprendido que “el error fue humano” y para maximizar sus posibilidades de éxito, decidió eliminar a las personas que colaboraban con él. Nada que temer, al contrario, de una criatura cuya mejora es un debilitamiento.
Los robots emocionales invierten entonces la lógica de la autonomía: el coche autónomo debía elegir la mejor ruta sin provocar un accidente, un agente conversacional para dialogar sin alucinaciones y una IA bursátil para especular sin provocar un accidente, etc. de IA relacional debe implican un deambular, una imprevisibilidad, esta irracionalidad del ser humano. Por tanto, estos nuevos robots deben contradecir su etimología y dejar de ser esclavos (robar en checo) para crear una intimidad que es también distancia, una benevolencia que es también extrañeza. La alteridad tiene este precio.
Pero nuestras relaciones con los robots plantean un problema moral. Porque su adaptación a nuestras expectativas corre el riesgo de encerrarnos en relaciones asépticas, desprovistas de este duro e irremplazable encuentro cara a cara entre dos conciencias. De hecho, es en este diálogo del pensamiento consigo mismo, en esta confrontación de puntos de vista, en esta negociación de deseos, donde se forja una humanidad común, es decir, el vínculo subyacente que nos conecta con los demás más allá de nuestras diferencias. Por tanto, el problema reside menos en la ilusión de la relación entre el individuo y el robot que en la separación de los humanos entre los que se inserta el robot.
Canción de las sirenas
Cuando sabemos que hoy podemos duplicar a un ser humano después de sólo dos horas de discusiones, ¿cómo no imaginar que reanimaríamos a los muertos y reemplazaríamos a los vivos con sus versiones mejoradas? Del mismo modo, ¿cómo podemos evitar la invasión de robots en nuestros hospitales y servicios psiquiátricos, en nuestras residencias de ancianos, cuando los residentes ya los prefieren a los humanos, cuando cuestan menos y nunca están enfermos ni en huelga?
El riesgo sería triple: desacreditar a las personas con conversaciones “robóticas” respecto a otras, reducir su incentivo para interactuar con otros seres humanos y quitar al personal sanitario su papel principal, la atención prestada a las personas vulnerables. En resumen, la humanización de los robots podría deshumanizar no directamente nuestras relaciones, sino los ideales de reciprocidad y dignidad que sustentan nuestro mundo común.
Por lo tanto, la robomanidad nos exige establecer límites institucionales a su uso, de modo que su potencial aumente nuestras capacidades morales en lugar de degradarlas. En entornos sanitarios, por ejemplo, los robots tendrán que liberar tiempo de “calidad” para los humanos (trabajos de diagnóstico, toma de decisiones clínicas, asistencia psicológica, etc.). Y facilitar las relaciones humanas, como ocurre con ciertos trastornos mentales, en particular el autismo, cuya ansiedad disminuye al entrar en contacto con la previsibilidad de los robots.
Corresponde a las instituciones establecer una proporción entre el “tiempo humano” y el “tiempo de las máquinas”. El problema será entonces resistir al canto de estas sirenas, disponibles, económicas, uniéndonos al mástil de nuestra humanidad común, que es una exigencia moral más que una propiedad natural.
Por Guillaume von der Weid