La geopolítica de los estados de ánimo volubles. Todos nos aferramos a una gran pregunta: ¿qué hará Donald Trump? Digamos de entrada que ésta es la paradoja más singular de las democracias representativas. Porque al final corren el riesgo de depender demasiado del carácter de una sola persona, aunque se trate de pálidas imitaciones de regímenes autoritarios. Escribimos en estas columnas, en el momento del impredecible debut del primer Trump, que los controles y equilibrios de una gran democracia, además de los límites del sentido común, habrían atenuado sus excesos. Eso es en parte lo que pasó. Los aranceles (contra China y Europa) no perturbaron el comercio internacional. Es probable que esta vez también suceda algo similar. La repetición de los recortes de impuestos (del 21 al 15% para las empresas) parece segura. El mercado de valores, en su punto más alto, espera un crecimiento sólido al menos en el corto plazo. La deuda, prevista en 130 por ciento en 2027, no es motivo de preocupación. Pero hasta 38 republicanos, amenazados por Elon Musk, dijeron no al presidente electo que quería abolir el techo de la deuda. La promesa de deportaciones masivas parece cada vez más una broma. Las principales preocupaciones se concentran en la política exterior, pero los Acuerdos de Abraham, que hoy son fundamentales para lograr al menos un alto el fuego entre Israel y Hamás, fueron firmados por Trump en 2020.
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