Cada año, lejos de nuestra vista, millones de pavos nacen para morir, a la sombra de nuestras celebraciones. Sólo en Estados Unidos, 46 millones de pavos se crían en condiciones cuestionables y luego se sacrifican para adornar las mesas de Acción de Gracias, según el Departamento de Agricultura. Unas semanas más tarde, 22 millones de sus pares correrán la misma suerte en las comidas navideñas.
En Canadá, la situación no es muy diferente. Mucho antes de las festividades de diciembre, este año ya se han sacrificado casi 20 millones de pavos, según la organización Justicia Animal. Detrás de la magia de las fiestas se esconde una verdad inquietante: una industria de masas donde los seres vivos se transforman en simples productos para alimentar nuestros hábitos.
¿Y nosotros? Celebramos. Con familiares y amigos, nos reunimos en torno a estas fiestas, rara vez conscientes –o quizás simplemente indiferentes– del verdadero costo de estas tradiciones. Quizás preferimos no pensar en ello. Sin embargo, es difícil ignorar que estos momentos, destinados a celebrar la gratitud y el amor, están teñidos de sufrimiento.
El filósofo Emmanuel Levinas recordó que la ética comienza con nuestra capacidad de reconocer a los demás, a través del rostro de los demás. Ahora bien, ¿qué “rostro” vemos en nuestros platos? Ninguno. Porque el pavo, animal por excelencia de las celebraciones norteamericanas, no se percibe como un ser vivo, sino como un simple “elemento central” de la mesa.
El propio lenguaje delata nuestra relación con estos animales que transformamos en “comida”. No estamos diciendo que estemos comiendo un pavo, un pollo o una ternera. Simplemente decimos “pavo”, “pollo”, “carne de res”. Estas palabras aparentemente banales borran por completo al animal que designan.
Esta reducción lingüística, voluntaria o no, permite enmascarar la realidad para hacer más aceptable el sufrimiento. Esta elección de palabras, lejos de ser trivial, participa de un proceso de despersonalización. Detrás de “pavo” ya no hay un individuo. No hay más vida, no más historia. Estas palabras transforman así al ser vivo en un recurso abstracto, una materia prima destinada a ser consumida. Y este lenguaje, al borrar al animal, nos permite consumir sin pensar en lo que eso implica.
Y, sin embargo, qué manera más curiosa de celebrar la vida. En cada ocasión en que la humanidad desea expresar gratitud o alegría (en Acción de Gracias, Navidad, Pascua, bodas e incluso en el Super Bowl) parece que matar es un reflejo previo. Como si el sufrimiento de otro ser vivo fuera una condición necesaria para nuestras festividades. Levantamos nuestras copas para celebrar la vida, mientras hacemos la vista gorda ante la muerte que guía nuestras festividades. ¿No hay allí una ironía conmovedora?
Históricamente, esta realidad no es nueva. La idea de que la muerte de un animal puede tener una dimensión sagrada se remonta a miles de años. En casi todas las religiones, los sacrificios rituales convertían al animal en una ofrenda, un vínculo entre lo humano y lo divino. La gente mataba no sólo para alimentarse, sino también para apaciguar a los dioses o honrar un momento clave.
Pero hoy estas prácticas han perdido su significado espiritual. Ya no hay altar, ni ritual sagrado, ni oración. Lo que queda es sólo carne animal: estandarizada, industrializada y consumida sin conciencia.
Ahora es el momento de preguntarnos si nuestras tradiciones siguen siendo coherentes con los valores que decimos celebrar. Gratitud, amor y compartir: estos preciosos ideales nunca más deberían ir acompañados de sufrimiento.
Si podemos imaginar un mundo donde nuestras celebraciones honren plenamente la vida sin compromisos, ¿por qué no intentar construirlo? Después de todo, ¿no es ese el espíritu de las fiestas: transformar el pasado para construir un futuro mejor?