EL EDITORIAL DE FÍGARO – En Numea, como en Marsella, en Mayotte como en Incarville, la opinión pública tiene la impresión de que el poder ha perdido el control, de que sectores enteros de nuestro territorio están al borde del abismo.
Muerto en Francia a balazos. Dos funcionarios de prisiones el martes en Eure; un gendarme el miércoles a 16.000 kilómetros de París. Se nos dirá que las dos situaciones no tienen nada que ver, que la fuga asesina de un traficante en la carretera y la sangrienta insurrección de los separatistas en el corazón del Océano Pacífico son incomparables. Esto es indiscutible si nos atenemos a las situaciones, lo es menos si exploramos las percepciones. Aquí y allá, la violencia de las imágenes y el sonido de las armas alimentan la impresión de un caos que puede surgir en la vida cotidiana o en el fin del mundo.
Estos dos días trágicos, de hecho, no perturbaron los días pacíficos de un país pacífico. Más bien, se suman a una letanía de comisarías de policía atacadas, bomberos apedreados, ataques con Kalashnikov, crímenes gratuitos y ataques salvajes.
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