ISe baja de la bicicleta para amarrarla en esta calle de Boulogne y el chorro de jugo que le envía su cruralgia casi le hace caer, con sus 190 centímetros arrugados en el suelo. Tres semanas de este infierno de dolor cortando su pierna izquierda en finas rodajas. Sólo está sentado al piano, el único lugar del mundo en el que está en casa desde que un amigo de su madre, vendedora de pianos, le regaló un teclado sin vender y con defectos para su noveno cumpleaños.
A través de la puerta, recién pintada de color gris ratón, vislumbra una antigua casa blanca con contraventanas altas y paredes cubiertas de jazmines estrellados. Ya está pensando en qué va a jugar. Quiere a Donna Summer. Piensa en el piano todo el tiempo, no puede evitarlo.
Es una mujer muy agitada, de unos cincuenta años, con una toalla en la cabeza que oculta mal el papel de celofán, quien le abre la puerta. Se ríe con una voz aguda, de risa falsa, con esa forma de hablar fría que parece quemar la lengua con una patata caliente, no muy lejos del acento inglés que todavía tienen algunas personas de la clase alta parisina: “Por favor discúlpenme, no estoy muy presentable, me abrumé…” Luego, acumula frases en las que se habla de un garaje cerrado, de una peluquera enferma, del gato de la vecina, de la gente que tiene que venir a almorzar, de ese pollo que no cocina, de su hijo que no tiene nada que dar y, por último, el piano. Ya no escucha, ya transpone en la radio.
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