Se respira un verdadero frenesí y todos contienen la respiración a la espera de los resultados de unas elecciones presidenciales que alcanzarán su punto culminante esta semana. El pueblo decidirá, sin apelación, ampliando aún más la brecha que divide a cientos de millones de estadounidenses.
Esta elección, más cercana que nunca, tiene una importancia sin precedentes. Enfrenta, simbólicamente, a un fiscal con un criminal. Coloca la democracia frente al arte del insulto. Cuestiona el apego de los estadounidenses a sus ideales políticos y plantea dudas sobre su reputación internacional.
Trump ya ganó
Donald Trump, nos guste o no, ya ha obtenido una victoria: mantener una popularidad tan inquebrantable, una movilización tan ferviente y un nivel de pasión tan grande, a pesar de un discurso en el que traspasa los límites de la indecencia. Hace una década, una candidatura como la suya habría sido impensable, incapaz de generar tanto entusiasmo. Pero Trump supo cómo atacar donde otros fracasaron: reconoció, escuchó y absorbió la fatiga, el pesimismo y la desesperación de un Estados Unidos que no ha tenido tiempos fáciles en los últimos años.
Por lo tanto, el ascenso del populismo no es obra de los Trump de este mundo, sino de aquellos que, a través de su desconexión e indiferencia ante las realidades cotidianas de la clase media, allanaron el camino para él. Los políticos populistas sólo han cosechado la ira sembrada por sus predecesores y la han vuelto contra ellos.
Estados Unidos está en un momento de elección
El veredicto del pueblo estadounidense va más allá de una simple decisión electoral; es el reflejo de un estado de ánimo. ¿Está ardiendo la ira lo suficiente como para que estén dispuestos a arriesgarlo todo confiando la Casa Blanca a un hombre con las manos manchadas? ¿O ha llegado el momento de pasar página y volver a un discurso más tradicional, más acorde con las instituciones?
La elección tendrá graves consecuencias. Lo que está en juego no es sólo un presidente, sino el alma misma de una nación.