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Crítica de la película ‘Nosferatu’ (2024) con Lily-Rose Depp

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Puede que lo que Robert Eggers logra en Nosferatusu nueva visión del mito vampírico creado por la película de Murnau (inspirada, a su vez y de aquella manera, en el famoso Drácula de Bram Stoker) no sea aparentemente novedoso. Pero el gran viraje de esta, por otro lado, clásica representación del mito vampírico, en la que Eggers va sutilmente girando su mirada hacia la figura de Lily-Rose Deppla amante amantísima indecisa entre dos figuras masculinas, abunda en todo aquello que planteó Eggers en su celebrada primera producción, La Bruja: la mujer como hechicera, canal de representación de fuerzas cósmicas, en este caso Lujuria y Muerte, en una hábil subversión de aquellas atribuciones clásicas (fertilidad, belleza) que todo romance, incluso uno de ultratumba, debe poseer.

No es que Eggers no preste atención al conde Orlok de Bill Skarsgard (el payaso Pennywise de Él), pero según avanza el metraje visualmente irreprochable de Nosferatu las cartas van quedando claras, y éste acaba siendo lo menos importante del conjunto, casi un mero mcguffin: la relación enfermiza de Ellen con Orlok, la verdad del nexo entre ambos, está teñida de incestuosas proposiciones familiares y el amago de su descripción, el centro del largometraje. Con el vampiro convertido en una sombra de ella, el cómo se trenza ese parentesco carnal con lo puramente sobrenatural es uno de los misterios que habrá (o no) que desentrañar del film, cuya reproducción histórica, diseño de producción y resto de elementos de su artillería técnica resultan alucinantes.

Eggers aporta su ya habitual sentido del humor, visible en ciertos personajes secundarios cercanos al grand-gignol (las interpretaciones de Aaron Taylor-Johnson y Willem Dafoe son, de alguna manera, difíciles de encajar pero totalmente deliberadas) a un relato mitológico donde la providencia y el destino, así como la locura oculta de sus personajes, consiguen crear una cierta pátina de novedad sobre una historia sobradamente conocida. La película no logra asustar tanto como generar una malsana curiosidad compatible con la admiración técnica de su reproducción de la atmósfera gótica y expresionista de Murnau y esa erótica del poder de La Bella y la Bestia. Pero en tiempos de películas de streaming, contemplar un cine que no se avergüenza de su naturaleza de obra de arte y que se la juega con esos referentes en la gran pantalla resulta una actividad casi refrescante.

Eggers camina a hombros de gigantes pero Nosferatu parece entender bien el material, esa naturaleza de puente entre dos mundos, el otro y el nuestro, similar a la que recorría el No muerto de Stoker entre los Cárpatos y Londres (aquí la ciudad alemana de Wisborg). En ese tránsito desde lo lejano, o el Más Allá, a lo limítrofe e íntimo encontramos el sueño erótico vampírico de Ellen, que por eso mismo comienza su ciclo de pecadora y, a la vez, redentora de los hombres, igual que lo finaliza: con un enorme orgasmo.

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