Como habría dicho Rodger Brulotte: “¡Buenas noches, se ha ido”!
Me refiero a Justin Trudeau, quien el lunes comprendió que ya nadie lo quería. Como era de esperar, se aferra a sus últimas semanas en el cargo, pero cuando llegue marzo seremos libres. ¡Finalmente! El jefe adolescente que ocupa el despacho del primer ministro desde 2015 ya no aparecerá en la foto.
Sin embargo, deja a un país debilitado, debilitado hasta el punto de que Donald Trump está jugando a anexar mentalmente a Canadá, transformándolo en 51mi Estado americano.
Esto es evidentemente una provocación política, pero es terriblemente revelador.
Provocación
Canadá ha querido creer, desde hace treinta años, que es un país ejemplar, considerado por todos como una superpotencia moral mundial.
Los canadienses cultivan una forma de nacionalismo vano, inseparable de un sentimiento de superioridad que Justin Trudeau ha llevado a su clímax.
Pero esta afirmación no tiene en absoluto sus raíces en la realidad, y esto es lo que acaba de señalar Donald Trump.
Con la brutalidad que le caracteriza, acaba de recordar a Canadá que es, en general, una colonia americana, un país sin relevancia histórica, que depende de su vecino tanto para su prosperidad como para su defensa.
Podemos pensar lo que queramos sobre Donald Trump, pero lo que dice es cierto.
Los nacionalistas quebequenses lo repiten a su manera desde hace mucho tiempo, recordando, cuando las circunstancias lo requieren, que Canadá no es un país real.
La historia da testimonio de ello.
Canadá nació primero de un rechazo: el de la independencia de Estados Unidos y el proyecto republicano que la acompañó.
Canadá se presentó así como un refugio para los monárquicos descontentos de América del Norte.
Después de la Segunda Guerra Mundial, esta identidad fantasiosa ya no se mantuvo: los británicos ya no querían su imperio.
El Canadá inglés, repentinamente abandonado, empezó a buscar una identidad y durante un tiempo pensó en confiar en Quebec para renacer, coqueteando con la idea de dos pueblos fundadores.
Nuestro objetivo entonces era proporcionarle la sustancia de identidad que le faltaba.
Éramos quebequenses, lo que significaba que Canadá no era simplemente un estado americano como cualquier otro.
Pero rápidamente recurrió a otra mitología, especialmente a partir de los años 1990.
Quebec
Canadá se convenció entonces de que era el mejor país del mundo. Sería por el contraste con los estadounidenses, por sus programas sociales y, más aún, por su multiculturalismo, que se supone encarna un nuevo modelo de ciudadanía a escala planetaria.
Pero un sistema de salud no crea una identidad, y la ideología de la diversidad empuja a los países que la adoptan al sinsentido y a la autodestrucción.
Los quebequenses, por su parte, son un pueblo real.
Probablemente por eso Canadá, en el fondo, no puede evitar odiarlos.