Todas las historias de niños golpeados, que comparten sus recuerdos una vez que se hacen adultos, son preciosas. La transcripción de sus representaciones es entonces invaluable para los profesionales que hoy apoyan a sus pares.
Jonathan Moncassin aún recuerda hoy una escena : el de Henry, su actual suegro, ajustando un televisor que transmite un episodio de “La casa de la pradera”. Sin embargo, si hay un escenario que es el polo opuesto de su experiencia familiar, es esta serie estadounidense melosa, cursi y sonriente. Su vida diaria era violencia, humillación e inseguridad.
Esperando gestos de cariño, como desea cualquier niño, sólo recibió rechazo y hostilidad, acompañados de bofetadas o patadas. Todo, según la ira ebria de un hombre que lo golpeaba tanto como a su hermana. Añadamos una madre inconstante e inestable, iniciadora de los castigos corporales infligidos y dotada del don de encontrarse con hombres torturados. El cuadro de una infancia sacrificada ya está cargado.
Sin embargo, estas descripciones no están ahí para compadecer al lector.. Sirven como contexto que nos permite decodificar los mecanismos de resiliencia que para el autor se tradujeron en un empoderamiento temprano. ¿Es resultado de la emergencia vital necesaria para salvarse o producto de un temperamento marcado por una reactividad salvadora? No importa ! Se manifestará a través de esta solidaridad de hermanos que se protegen lo mejor que pueden frente a un universo caótico que les hace vivir lo peor que podría pasar.
¡Ser el hombre de familia fue la misión que entonces le fue impuesta! Se vio obligado a cortar leña, mecer a sus hermanos, cambiarles pañales, ordenar la casa, limpiar, pasar la aspiradora, mientras no había dinero para la comida, para la calefacción, para la ropa, para actividades deportivas o culturales… Un calvario cotidiano que se vio interrumpido por colocación en un instituto de rehabilitación. Jonathan Moncassin aún recuerda el ruido que hacían los tacones de aguja de su madre al alejarse cuando lo abandonó en este establecimiento.
Paradójicamente, sin embargo, a pesar de ser abismal, el cambio fue salvador. La vida en este hogar educativo rompería con la agitación, la arbitrariedad y las privaciones vividas en el hogar familiar. El niño encontró calma, atención a sí mismo y actividades de ocio… cosas que hasta entonces le eran desconocidas. Pasaron los años. La situación familiar se volvió cada vez más difícil. El autor logró encontrar la fuerza para superarlo articulando un poder personal forjado en la desgracia y reuniéndose con personas de recursos a las que hoy rinde homenaje.
Cuando finalmente dejó su hogar educativo, no fue para regresar con su familia por mucho tiempo. Muy rápidamente fue expulsado. Luego emprendió un viaje tanto más improbable cuanto que se describió a sí mismo como casi analfabeto. Con su permiso de conducir y su título de nadador socorrista en mano, realizó una evaluación de habilidades que lo guió hacia la profesión… ¡de educador! Proporcionó algunos reemplazos en hogares sociales para niños y en hogares de acogida especializados. A partir de esta experiencia obtuvo su diploma de educador especializado en validación de la experiencia adquirida. ¡Por increíble coincidencia, fue reclutado en mayo de 2013, en el hogar donde había crecido como niño adoptivo!
“La historia de una familia puede impedir, herir e incluso destruir una vida”, afirma (p.109).. Pero también es posible liberarnos de estas cadenas invisibles, añade. Él es la prueba viviente. Queda por dilucidar un eterno enigma: ¿por qué tuvo éxito, cuando tantos otros niños que han pasado por las mismas pruebas no logran triunfar en sus vidas?
- “El sonido de los tacones de aguja – El viaje de un niño adoptivo” Jonathan Moncassin con Latëitia Delhon, Ed. EHESP, 2023, 130 p. El sonido de los tacones de aguja