Lucas Barioulet y Stanislas Poyet
Publicado el 11 de noviembre de 2024 a las 20:01 horas. / Modificado el 11 de noviembre de 2024 a las 20:02 horas.
Bajo el sol abrasador de julio, Anas observa con ojos indiferentes cómo sus primos persiguen un balón de fútbol, entre las tiendas que lucen el logo “ACNUR” de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Anas tiene 16 años y vive en el campo de refugiados de Hassan Sham, a unos treinta kilómetros de Mosul, Irak, desde 2017. Al igual que sus 20 primos, es huérfano. Al igual que sus 20 primos, su padre era un combatiente de ISIS. Murió en 2016 en un ataque de la coalición internacional durante el asedio de Mosul. “Las casas se derrumbaban bajo las bombas, había muertos por todas partes”, dice el joven con aire impasible. Desde entonces, él y sus primos han llevado una existencia olvidada, escondidos detrás del recinto de las tiendas de campaña familiares y las barreras del campo. “Nunca salimos”, dijo simplemente. “Ni siquiera voy a la escuela. Me dijeron que nos habíamos perdido demasiados años”, añade con tristeza.
A pocos pasos, a la sombra de una tienda vecina, su abuela reza el rosario mientras toma té. “Tuve ocho hijos, todos combatientes de Daesh”, dice con voz ronca. Cinco fueron asesinados en Mosul, los otros tres fueron arrestados hace demasiado tiempo para saber si están vivos o muertos”. Desde 2016, y desde la huida de Mosul, Ghazal Saha ha estado criando lo mejor que puede a estos 20 huérfanos. “Estos niños sólo tienen a Dios y a mi pobre yo para cuidar de ellos”, se lamenta.
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