De adolescente, nunca me interesó colarme en fiestas, pero sí que me colé en algún rodaje. El que más me impactó fue uno en el Villa Rosa. Alguien en la calle me dijo. “Ahí está rodando ahora Almodóvar”. Sin pensarlo dos veces entré y me senté en el suelo, bastante cerca del monitor del director. Creo que tanto Pedro como los actores decidieron hacerse los locos para que no echaran a esa niña curiosa. Desde el suelo, Marisa me parecía una presencia aún más gigante. Era como de otro mundo. Me impactó mucho.
A lo largo de los años, seguí disfrutando a distancia de sus trabajos y su talento. De repente, una tarde me encontré sentada a su lado en un sofá de Pedro. Nos juntó en su casa para leer el guion de Todo sobre mi madre. La verdad es que al principio la presencia de Marisa me intimidaba. Después de 20 minutos en esa reunión me di cuenta de que estaba delante de una mujer que era amiga de las mujeres, que te apoyaba, que era generosa, inteligente, sensible, valiente, graciosa, comprometida, peculiar, diva, humilde y sobre todo, buena persona. Era siempre ella y ella era muy especial. Cuando pensabas que estaba demasiado en las nubes te sorprendía con alguna lección de vida que solo alguien con los pies muy en la tierra te puede dar. Y si te veía demasiado en la tierra, también te zarandeaba y te inspiraba a atreverte, a soñar y volar.
Marisa consiguió vivir haciendo algo que a día de hoy sigue siendo muy difícil para una mujer. Ser ella misma. Y no pedir perdón por serlo. Qué pena no haber podido darte un último abrazo. Vuela muy alto, diosa.
[Penélope Cruz ha cedido este texto a EL PAÍS antes de subirlo a su Instagram para compartirlo con sus seguidores]
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