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El Madrid tiene un problema y se llama Kylian Mbappé | Fútbol | Deportes

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Cuando acabaron los primeros 45 minutos los ojos de Anfield siguieron a Kylian Mbappé, escrutándolo con verdadera curiosidad, por si antes de meterse en el túnel se sacaba una máscara y aparecía debajo Christophe Dugarry. No tiene sentido el último mes de Mbappé en el fútbol de élite: ninguno; tiene tan poco sentido que, cuando le tocó tirar el penalti en la segunda parte (después de la mejor jugada suya en el partido, destruyendo el dique de Liverpool en la izquierda), no había alegría en el madridismo sino pavor. Justificado, porque ni siquiera fue un paradón. Pases al rival, disparos al cuerpo del contrario, dejar de presionar cuando todavía hay margen para apretar, lío en los controles en carrera, fueras de juego inexplicables. Que un jugador descomunal, portentoso, absolutamente fuera de serie, el heredero natural del socavón dejado por Messi y Ronaldo, haya hecho los últimos partidos es inexplicable.

En su primera intervención en Anfield, corrió en horizontal en campo contrario con un rival detrás y la perdió de una manera tan ingenua (“se cree que está en el Palacio de Versalles y el Madrid es un naufragio permanente”, dijo el articulista Ángel del Riego) que el Liverpool casi mete el primero (la sacó Asencio de la línea de gol). Jugó Mbappé entre la banda izquierda y el centro, reclamando desmarques que sus compañeros no acertaban a ver o descartaban por estar en fuera de juego, y presionó como suele, agachándose un poco como si fuese a salir en estampida contra el contrario y abriendo mucho los ojos, atento, concentrado, pero sin moverse. Al 100% los dos, Mbappé está un escalón por encima de Vinicius, pero hoy Vinicius es imprescindible en el Madrid, determinante en los partidos más grandes y a mucha distancia de su compañero en la delantera. Tuvo su momento en la primera parte con un pase extraordinario que le filtró Brahim: salió en carrera, como la manada de bisontes que era Ronaldo Nazario, y resulta que hasta ahí llegó Connor Bradley para hacer el tackle de su vida cuando el punta francés se envenenaba cara a la portería.

Los rivales aparecen en su mejor versión cuando parece que le salen bien las cosas; él mismo, cuando no: en el descuento de la primera tuvo un uno contra uno en el pico del área, posición favorita de siempre, y al rato estaba liado entre seis piernas y dejándose el balón detrás. Empezó la segunda parte con un caño espectacular, pero hacia su campo. Frustró una contra con campo abierto regalándole el balón al Liverpool en un pase absurdo. En la jugada siguiente, el portero podía haber salido del área forzando el despeje de haber seguido apretando la presión, pero la abandonó, como otras ocasiones, demasiado pronto. Falló el penalti, que eso es lo de menos, y ya en los 90 consiguió hacer lo suyo, hacerlo muy bien, desbrozar desde la izquierda del área a la defensa del Liverpool y encontrar una línea de disparo, que ejecutó con potencia. Ni siquiera llegó a portería: una bota milagrosa de un defensa la mandó a córner. Hay una mezcla de tantos factores, incluida la suerte, que están mal en Mbappé que la cosa ya no admite término medio: o descolla de forma estelar a lo largo de esta temporada o se hundirá en una irrelevancia que supondrá un problema mayor para el Madrid.

El equipo, frito por las lesiones (Camavinga ha caído, el mejor en Anfield junto a Bellingham y Asencio; los dos por debajo del extraterrestre Courtois), se enfrenta ahora a una situación inédita en Champions. Casi tan inédita como que la gran estrella esperada durante años, dominadora del fútbol mundial, viniese a solucionar los pocos problemas que había en el equipo y amenace con convertirse en uno aún más grande.

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