Michel Hazanavicius, conocido por su talento cómico (OSS 117) en cuanto a sus homenajes al cine (el artista), revela aquí una faceta insospechada de su creatividad. El director toma las palabras de Jean-Claude Grumberg, pero las trasciende con una estética que es a la vez delicada e impactante. El bosque, helado y amenazador, casi se convierte en un personaje por derecho propio, mientras los trenes de la muerte se transforman en monstruos de acero, aplastando la esperanza a su paso. Y, sin embargo, en esta atmósfera opresiva, surgen estallidos de luz, gestos de infinita ternura que nos recuerdan que la humanidad aún puede resistir lo indescriptible. Lejos de traicionar el planteamiento del libro, elige la animación para amplificar el alcance universal y onírico de la historia. Un enfoque que evoca las elecciones artísticas de Isao Takahata en La tumba de las luciérnagasdonde la poesía visual dialoga con una tragedia histórica.
La narración, confiada a Jean-Louis Trintignant, confiere a la película un aura casi sagrada. Su voz ronca y tranquila, grabada en los albores de su propia partida, envuelve la historia con una gravedad conmovedora, como una lección final transmitida a través de los siglos. A su lado, Dominique Blanc y Grégory Gadebois dan vida a la pareja de leñadores, trascendiendo su papel de arquetipos para encarnar una humanidad profundamente tangible y conmovedora.
Una estética en el colmo de la oscuridad
La animación permite al director trascender los límites del realismo para ahondar en una estética simbólica de rara fuerza. El bosque polaco, a la vez opresivo y protector, se impone como un ente vivo, donde el frío muerde tanto como la soledad. Este entorno, lugar de peligro y refugio a la vez, evoca cuentos de nuestra infancia, como Hansel y Gretel. La paleta cromática cuidadosamente elaborada alterna entre tonos invernales austeros y azulados y estallidos luminosos (una llama parpadeante, un trozo de tela roja) que perforan la oscuridad con una intensidad sorprendente.
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