El jugador brasileño es el mejor del mundo y eso nos lo demuestra en cada partido del Real Madrid. Vinícius brilló ante el Leganés y eclipsó a Mbappé, que marcó goles pero no brilló.
Un partido contra el Leganés no significa nada. No hay símbolos. Se trata simplemente de un equipo contra otro, con el balón actuando como testigo de la competición. Todos regresaron ilesos del parón internacional, lo cual es una buena noticia. Pero durante este parón el fútbol vuelve a ser de España, lo que no es tan buena noticia. El juego claro e infantil de la Roja está calando en Europa.
Una vez que se deja de lado la retórica, sólo queda igualar la presión y el ritmo, que es una especie de religión en los países del norte de Europa. Aquello tuvo éxito, y ahora la teoría del pasaporte español ha sustituido al futurismo de aquel equipo francés que, con Mbappé, quiso enterrar el fútbol rompiendo la barrera del sonido. Apenas había comenzado el partido contra el Leganés cuando Mbappé marcó otro gol en fuera de juego.
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Kylian está presente pero también ausente. Crea y destruye al mismo tiempo. El balón es su enemigo y parece que no encuentra su carácter en la actuación. Lleva el peso de las miradas y quién sabe de qué más, porque los jugadores son personas y las estrellas son hombres que caminan sobre la superficie del sol, volviéndose cada vez más herméticos a cada paso.
Güler ejecuta un “Nutmeg” y abre una clara oportunidad de contraataque. Una “nuez moscada” es una pequeña joya en el altar de cualquier juego y al mismo tiempo una humillación. Es una afrenta a la masculinidad, y se siente aún mejor cuando quienes lo interpretan son, como Güler, chicos inocentes y tranquilos cuyo único medio de expresión son sus pies. Madrid vive en medio de contraataques que se van corrompiendo en el camino. Güler ejecuta otro “Nutmeg” (el mismo de antes) y el balón llega a Mbappé, donde el juego se convierte en un trabalenguas.
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No hay sencillez ni concisión en el idioma francés; sólo cuando el balón le llega a toda velocidad y con espacio respira en armonía con los demás. El Real Madrid se organiza defensivamente, pero cuando ataca sus jugadores parecen personajes de un drama existencial, subiendo y bajando escaleras sin orden ni melodía. A veces intercambian miradas; a veces bajan la cabeza. Y rara vez resuelven instintivamente un enigma para el que no tienen manual, pero una cosa es segura: Mbappé sigue en fuera de juego.
Sin preocuparse por nada, Güler zigzaguea en la zona de peligro y está a punto de marcar de forma brillante: el balón en el cuerpo, la cabeza en alto, empujando el área penal como un príncipe en su trono, y esa zurda. Vinícius está en pleno espectáculo personal, exagerando y gesticulando. Quizás por eso nunca ha pitado un penalti. O quizá sea otra cosa, porque seguro que existen, y en cada partido se sortean varios. Patadas en el área, riñas que son más que una simple prueba, empujones en el punto de penalti.
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Sin mucho juego, pero con cierta vibración, el Real Madrid empieza a tocar la campana cerca del área. Esa es la palabra clave. No es sutil. Hay un anhelo antiguo que este equipo lleva siempre consigo y que nadie sabe de dónde viene. En cualquier situación, Camavinga impide al chico del balón en el borde del área rival, que duda en un espacio donde sólo respira la vida o la muerte. Bellingham entra corriendo y se tira al suelo y el balón vuela hacia el corazón del área penal. Es la definición perfecta de la frase “bola 50-50”.
Hay bastantes jugadores del Leganés, pero entra Vinícius cruzando un cristal invisible y recogiendo el balón con delicadeza. Se detiene un segundo, supera al público, mira hacia atrás y deja un balón suave a Mbappé, que remata a portería vacía. Camavinga-Bellingham-Vinicius-Mbappé. Ese era el guión del partido. Cada uno en su papel, con Vinícius haciendo de alquimista; Convertir plomo en oro fundido. Eso es lo que hacen las estrellas, y eso es lo que ha sido el brasileño en cada partido, en cada competición, durante los últimos tres años.
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Entonces, ¿qué se espera de una estrella en Madrid? Se requiere eficacia, un toque final, en la terminología de Chamartín. Nada frustra más a los aficionados que recibir numerosas oportunidades y no marcar goles. Recuerda al ex Vinícius. El del que se burlaban en los informativos, en el Bernabéu, en las discusiones y en la calle. “Este chico no sirve para el Madrid”, se oía a menudo. Los aficionados del Madrid esperan una eficacia sobrehumana y cósmica de sus delanteros. Cada tiro fallido se suma a un caso general contra el jugador.
A excepción de Di Stéfano y Raúl, todos los grandes vieron con asombro cómo los pitos del Bernabéu se hacían más fuertes al fallar la que se consideraba una ocasión clara. El Coliseo Blanco no tiene paciencia (un intento de impartir cualquier estilo es un esfuerzo inútil) y su memoria es tan selectiva como la de los amantes. Para el Madrid, ganar significa sobrevivir; por lo tanto, se debe inculcar efectividad en cada cualidad del jugador.
Valdano así lo describió en las páginas de El País en 2004