Crítica
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A pesar de su elenco de alto nivel, el thriller clerical de Edward Berger sobre la sucesión del Papa carece de fuerza.
“Quizás el infierno no exista. Quizás el infierno sea simplemente tener que escuchar a tus abuelos respirar por la nariz mientras comen sándwiches”. Esta cita, que no es de Dostoievski sino de Jim Carrey, ronda los primeros minutos de Cónclave. Respiración agitada de ancianos que luchan con su infierno personal. Siluetas sufrientes soliloquiando, con cabezas pesadas y pasos arrastrados, a lo largo de interminables pasillos de mármol. No estamos ni en urgencias ni en una residencia de ancianos, sino en el Vaticano, donde el cardenal Lawrence, a punto de dejarlo todo para ir a criar cabras a la Toscana, debe afrontar lo indecible: la muerte del Papa. Lo que le obliga a supervisar la elección de un nuevo santo padre en una capilla Sixtina herméticamente cerrada. Y de paso asegurar que, entre todos los viejos con ventilación variable que han venido a presentarse a la sucesión, no elijamos un cerdo retrógrado o una mariola con un CV inclasificable.
Cómic involuntario
Más que un thriller clerical, Cónclave Es una caja de Pandora llena de muñecas rusas. Del paralelo entre el mundo de la Iglesia y el de la política –el Vaticano tiene sus Trump, Strauss-Kahn y Nixon– pasamos rápidamente a una réplica feroz de la sociedad patriarcal –viejos respirando por la nariz mientras comen sus tortellini mientras el monjas revolotean entre las mesas, inexistentes, incluso para aquellos ávidos de modernidad. Y finalmente a todos
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