Por Marie-Noëlle Demay.
“La joyería es un lenguaje. Un alfabeto de posibilidades a disponer libremente para la autoexpresión, la conmemoración de un acontecimiento o la pertenencia a una familia, un grupo, una comunidad. Firma y documento de identidad, la joya dice, incluso deletrea, el nombre recibido durante el bautismo, o el del ser amado. […] La joya escribe y llama. Saluda un nacimiento, une generaciones, muestra apellidos […] y lleva además su propia firma, la de la casa de su artífice, la de la Casa que le dio origen…”escribe Sophie Pelletier, doctora en literatura en la obra El alma de la joya (Flammarión).
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Es más, la joya tendría alma. ¿Quizás el resultado de las bodas magmáticas que lo vieron nacer en el útero oculto de las rocas, hace millones de años? ¿O la huella sensible de quien -o de quien- lo porta, una huella inefable de emociones vividas al límite? Porque la joya se vuelve una con la persona que la adopta. Un abrazo muchas veces visible y por tanto “hablante”, como el de un anillo que ahueca el nacimiento de un dedo anular, testigo mudo de una unión que queda impresa en el tiempo. ¿Y qué pasa con las joyas incrustadas en el cuerpo, insertadas en el lóbulo de una oreja o adornando pliegues ocultos de la piel? “El cuerpo dice la joya. La joya dice el cuerpo. Allí se oxida, adquiere los aceites y los humores, se decía antaño, una mancha que es también una escritura, la del tiempo que pasa y las costumbres que se perpetúan.añade Sophie Pelletier.
Ésa es la finalidad de las joyas que ofrece la excepcional puesta en escena de este número. Retroceder en el tiempo, centrarse en el trabajo de los artesanos y, lejos de ideas preconcebidas, hablar de muchas cosas más que de joyas, quilates u adornos: hablar del alma y del tiempo. Susurrando una cierta forma de eternidad.
