El derbi de Casablanca, este choque legendario entre Raja y Wydad, es ahora sólo una sombra de sí mismo. El viernes, este partido, que debía encarnar compromiso, intensidad y pasión, no fue más que una muestra de mediocridad, donde las interrupciones, las faltas brutales y una ausencia total de creatividad se impusieron al poco juego que le quedaba. Si a veces se describe el fútbol como un arte, lo que nos sirvió durante este encuentro entre los dos clubes más importantes del país no es, en realidad, más que una demostración condenatoria de todo lo que afecta al campeonato marroquí.
Cuarenta minutos. Este es el tiempo de juego efectivo estimado en este partido que se supone durará noventa minutos. El resto ? Paros incesantes en el juego y jugadores que se desploman al menor soplo. Lo que pasó en el campo no tuvo nada que ver con el fútbol. Fuimos testigos de una batalla de simulación donde cada segundo arrebatado al reloj parecía una victoria. Esta observación expone una mentalidad profundamente arraigada en nuestro fútbol: en lugar de buscar producir juego, imponer una identidad táctica o explotar cualidades individuales, los equipos se entregan a prácticas contraproducentes. Jugamos para no perder, nunca para ganar con garbo. Este cálculo miope ilustra la falta de ambición estructural que empaña nuestro campeonato.
A nivel técnico, este derbi es un insulto a las exigencias del fútbol moderno. Los raros intentos de organizar un ataque localizado fueron sofocados por una anarquía táctica angustiosa. Las agrupaciones de jugadores en pequeñas zonas del campo reflejaban una evidente falta de dominio de los fundamentos: falta de transición fluida entre líneas, incapacidad para explotar los espacios y flagrantes imprecisiones técnicas. Mientras tanto, íbamos perdiendo segundos, tratando de escapar del esfuerzo y esperando un milagro en una jugada a balón parado o en un error contrario. No quedó nada estético, nada creativo, nada que pudiera despertar entusiasmo.
En tal contexto, ¿qué puede esperar un entrenador, por muy competente que sea? Los mayores estrategas del fútbol mundial se verían impotentes ante este aparente desorden. ¿Cómo exigir calidad, cuando las bases mismas de la formación resultan tan frágiles, los clubes sin infraestructuras adecuadas y la preparación física y mental deficiente en favor de una cultura de aproximación? De hecho, este trastorno no es accidental. Es producto de una deficiencia estructural. En el fútbol profesional digno de ese nombre, los jugadores son entrenados desde pequeños en la lectura del juego, el aprovechamiento de los espacios y el desarrollo de la inteligencia táctica. Aquí reina la improvisación. La flagrante ausencia de rigor táctico y disciplina sobre el terreno refleja una falta de supervisión y una laxitud generalizada. Los clubes, en lugar de centrarse en la formación y la innovación, se centran en elaborar algún tipo de paquete a corto plazo y están más preocupados por su supervivencia inmediata que por construir un futuro sólido.
fútbol marroquí
debe su éxito mundial al hecho de que
el campeonato nacional no puede ofrecerle
Con todo respeto, ver a estos jugadores firmar contratos increíbles, recibir salarios desproporcionados, cuando ni siquiera merecen pisar el terreno de juego como voluntarios, es una afrenta insoportable a la inteligencia colectiva. ¿Cómo se explica que un fútbol tan pobre se pueda pagar a un precio elevado? ¿Cómo podemos justificar que un fútbol tan pobre e insulso se pague con sumas que desafían toda lógica? Esta inflación financiera injustificable no es sólo una injusticia, sino que representa una bofetada a la pasión de los aficionados, una especie de desvío de recursos que podrían invertirse en reformas reales del fútbol nacional. En un mundo justo, a estos pseudoprofesionales, incapaces de hilar dos pases correctos y de mantener un mínimo de ritmo, se les pediría que devolvieran lo recibido y se los invitaría a reconsiderar su vocación.
¿Y qué pasa con el arbitraje, que debe ser el garante del buen desarrollo del partido? Se convirtió en un cómplice nocivo de esta debacle. Los errores violentos y repetidos, a veces peligrosos, sólo fueron castigados tímidamente. Las tarjetas, aunque imprescindibles para contener la agresión, quedaron en el bolsillo del árbitro.
Una tolerancia casi culpable que fomentaba conductas antideportivas e inhibía a los pocos jugadores que intentaban jugar un fútbol limpio. Pero la responsabilidad de este fallo va más allá de la simple actuación del árbitro. Hay que cuestionar todo el sistema de formación y evaluación de los hombres de negro. La laxitud ante errores graves, la falta de capacidad de respuesta ante la pérdida de tiempo y la falta de firmeza en la aplicación de las normas son síntomas de un arbitraje que aún no ha cruzado el umbral de la profesionalidad.
Y por si este desastre fuera poco, la ausencia de público y el silencio de las gradas dieron el golpe definitivo a lo que quedaba del atractivo de este partido. Sin este fervor popular, esta ebullición de emociones que da vida a cada gesto en el campo, el derbi se ha vaciado de sustancia. Lo que alguna vez fue una celebración futbolística se ha transformado en un espectáculo aseado, un triste espejo de un campeonato que lucha por justificar su estatus profesional. Pero la ausencia del público no es casualidad. Es el resultado de una gestión desastrosa de las relaciones entre las autoridades del fútbol y los aficionados. En lugar de construir puentes, construimos muros. Y con ellos se apagó el alma del derbi.
Es hora de dejar de ocultar la cara. El campeonato marroquí está en crisis y el derbi es una prueba irrefutable. Este enfrentamiento merece ser una celebración, un evento imperdible donde se combinen talento, pasión e intensidad. Hoy, es sólo un amargo reflejo de los fracasos colectivos. A decir verdad, desde que el campeonato marroquí se proclamó “profesional”, los avances esperados han tardado en materializarse. La estructura misma de nuestros clubes sigue siendo arcaica. ¿La consecuencia? Un fútbol estancado, incapaz de competir con los estándares internacionales. Si el derbi de Casablanca sigue siendo escenario de mascaradas, pronto no quedará más que el amargo recuerdo de un fútbol que podría haber sido grande, pero que optó por la mediocridad. ¿Todavía podemos subir el listón? Sí, pero no sin un profundo cuestionamiento.
Hay que decir que es una verdadera bendición que la selección nacional no dependa de lo que ofrece el campeonato local para llegar a lo más alto del fútbol mundial. Si tuviera que contar con esta pobre reserva de jugadores sin ambición ni talento, Marruecos nunca habría esperado brillar en la escena internacional. ¿Quién podría imaginar una selección competitiva formada por jugadores de esta crisis, donde reinan la mediocridad, la improvisación y el amateurismo? La verdad, por cruda que sea, es que nuestra gloria internacional descansa sobre los hombros de hombres formados en otros lugares, en estructuras donde el rigor, las exigencias y la disciplina son la norma. Sin ellos, la selección nacional no existiría. Nuestros clubes, plagados de luchas por la influencia y de una gestión caótica, luchan por producir jugadores que aguanten incluso un cuarto de hora ante las exigencias de un partido internacional.
Es una observación amarga: el fútbol marroquí debe su éxito mundial a lo que el campeonato nacional no puede ofrecerle. Sin estos jugadores venidos de otros lugares y sin la Academia Mohammed VI, única luz de esperanza, Marruecos nunca habría tenido su lugar entre las grandes naciones del fútbol. Una realidad brutal que debería hacer sonrojar de vergüenza a los responsables de este naufragio organizado.
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